Conjuro

Dale despacio, pero dale, vida. Que a esta cobardía ya no se le olvida lo turbulenta que puede ser la felicidad.

Dale despacio, pero dale. No me avises la hora de entrada ni de salida, que a veces si adivino que viene la dicha, es posible que quiera sin remedio, escapar.

Dale sin anuncios, no me agarres prevenida. Encontrame por sorpresa en una calle sin salida, no me avises si viene la tormenta o el vendaval.

Quiero todo, vida. Te quiero a vos, tu llegada y tu despedida, tu turbulencia y tu llovizna tranquila, pero ya olvidé cómo verte a los ojos sin pestañear.

Esperame con la daga y la caricia en la misma esquina, clavame sin aviso el puñal y la dicha, mostrame en la misma carta la muerte y la vida que a esta altura ya le temo a las dos por igual.

Elegir al rival

Dentro de una democracia representativa, la elección de un gobierno no implica simplemente la elección de un programa de gobierno y de la persona que lo ejecuta. La mayoría de las veces implica la elección de una agenda y un eje de debate: un tema o una serie de temas en torno a los cuales van a girar los debates y las decisiones durante el período de gobierno, así como algunas ideas o sentidos comunes que predominan en el imaginario colectivo.

Durante décadas, el eje del debate en Colombia ha sido la guerra. Sin embargo, los diferentes gobiernos han tenido enfoques diferentes para este problema.

Entre 2002 y 2010, el enfoque era la “seguridad”. A veces parece que cuando hablamos de paz y seguridad, estamos hablando de lo mismo, pero para nada es así. La paz implica la negociación para la construcción de consensos entre diferentes sectores sociales. Por otra parte, el concepto de “seguridad” implica la existencia de un enemigo, de grupos peligrosos que constituyen una amenaza para la “gente buena” del país que debe ser protegida a toda costa. Por lo tanto, implica una división de la población entre “buenos” y “malos”, “gente de bien” y “gente peligrosa”.

Durante el gobierno de Álvaro Uribe, esta división quedó sumamente clara. Desde el gobierno se fue etiquetando a ciertos sectores de la población en el lado peligroso: la guerrilla, las ONG, los defensores de Derechos Humanos, los líderes sociales, las organizaciones indígenas, campesinas y estudiantiles entraron en esa categoría y pasaron a ser enemigos públicos en la búsqueda de la tan anhelada seguridad.

Sin embargo, a partir del 2010, el enfoque del problema cambió: comenzó a hablarse nuevamente de “paz”, por lo tanto, había lugar a la negociación. Los actores que el uribismo había transformado en enemigos, recuperaron dentro del imaginario público su estatus de ciudadanos y su voz volvió a tener valor dentro de los escenarios de negociación: los guerrilleros, las víctimas, las minorías, comenzaron a reaparecer, ya no como enemigos públicos, sino como colombianos con diferentes visiones de país y necesidades que también reclamaban participación.

En este contexto, el eje del debate dejó de estar solo en la guerra y tomaron fuerza nuevos asuntos como la educación, la salud, el agro y temas solo posibles en la posguerra. Un escenario en donde ya no solo estamos pensando en sobrevivir, sino en cómo vivir mejor y sobre todo, garantizar que no reaparezca el conflicto.

Por eso es que en este momento no estamos ante la elección del nuevo presidente: también tenemos que votar por el eje de debate que nos va a ocupar durante los próximos cuatro años y por los actores que participen en ese debate.

El resultado de la primera vuelta fue contundente: hay un 50,87% de colombianos que prefieren seguir el camino en el que vamos. Colombianos que votan por la vigencia de los acuerdos de paz, pero sobre todo por la oportunidad única que nos da el posconflicto: la de poder empezar a construir un país más incluyente.

Si bien es cierto que Fajardo y De la Calle tienen una visión de país diferente a la de Gustavo Petro, el eje de sus programas de gobierno era muy similar: educación, trabajo, salud, inclusión de minorías y perspectiva de género. Por lo tanto, en un eventual gobierno de Petro, el debate seguiría centrado en estos temas. Hay un acuerdo en el qué, aunque no haya acuerdo en el cómo.

Por otra parte, en un eventual gobierno de Duque, el eje del debate volvería a estar en el conflicto. “Hacer trizas el acuerdo de paz” es un propósito muy claro del Centro Democrático e implica volver a las viejas etiquetas que dividieron a la sociedad colombiana y nos alejaron de la paz y la construcción de un país más incluyente.

Por esta razón, las personas que votaron por Fajardo y De la Calle en primera vuelta, aunque ya no puedan votar por su candidato en la segunda, aún tienen una gran oportunidad: pueden elegir el eje del debate que guiará el destino del país y también pueden decidir cuál será el gobernante al cual prefieren hacerle oposición.

En una mano está el debate de cómo dar la guerra y en el otro, el debate sobre cómo seguir construyendo la paz. En una mano está Iván Duque, con quien la lucha será por no retroceder a nuestro pasado de violencia, y en la otra Gustavo Petro, con quien hay acuerdos sobre la importancia de la educación, la salud, el medio ambiente y la equidad.

Por todo eso, no hace falta sentir simpatía por Petro, ni siquiera es necesario compartir su ideología. Basta con saber que si no quieren elegirlo como presidente, aún pueden elegirlo como rival.

Para pervivir

Tengo unas zapatillas convertidas apenas en un despojo, una mochila rota y remendada tantas veces que ya no puedo contar. Un par de cuadernos llenos con mis letras apretadas hasta la página final, una colección de lápices chiquitos que conservo con la punta afilada solo para recordar que los usé hasta que no dieron más.
 
Sí, sí, ya los voy a tirar.
 
Solo preciso encontrar un lugar lejos de los zapatos que abandoné al crecer, de la memoria agobiante de las oficinas a las que renuncié. De las medias divorciadas que huyeron del cajón, de las palabras que a la vuelta de algún verso simplemente descarté. Un lugar lejos de las viejas páginas que hice arder.
 
Donde puedan pervivir.
 
Pretendo que estén junto a los errores cometidos con alevosía, los saltos al vacío, el vértigo, el hueco en la panza, los ojos cerrados, el último segundo antes de saltar. Junto a la parte de esta historia que no es una página en blanco, a la mitad sobrante del boleto de esta función, a la nostalgia que no quita lo bailado, junto a las ganas nuevas de bailar.
 
Junto a mí.

Mía

A esta rabia que me hierve en el cuerpo no te daré el lujo de llamarla por tu nombre. No mancharé con las letras sucias de tu recuerdo este fervor que me estalla adentro,
esta fuerza,
este ímpetu nuevo,
estas rabiosas ganas de ser quien soy.
 
Este dolor que me rompe, estas lágrimas que me surcan, no te pertenecen. Ni siquiera las merece tu sonrisa en las memorias de los mejores días.
Estas lágrimas que me liberan,
me refundan,
me fortalecen,
son nada más que mías.
Y yo, soy todo, todo y más de lo que fui con vos.

Inmaterial

Desde que la gente es gente, se sabe que cada quien es de un material diferente. Confuso, quebradizo, volátil, voluble, inflamable, soluble, maleable. Cambiante.

La hay que de lejos parece deslumbrante plata pero vista de cerca descubre que lo que brillaba no era otra cosa que agua, en el momento justo en que el sol le pegaba. Y el agua misma que a primera vista puede ser clara, se puede tornar turbia cuando se derrama con la fuerza apropiada.

La hay de blando dulce de leche que al intentar ser atravesada, resulta gelatina espesa. O piedra helada. Y hay piedras que nada más ser rozadas se hacen arena o al ser golpeadas con suficiente fuerza, losa delgada.

Así como hay veces en que la piedra más dura enciende chispas al contacto con otra, o acaba dando saltitos en la superficie del agua.

Poquito

Cada día de la mujer suelo recibir muchos regalos: mujeres conocidas y desconocidas que me abrazan y me sonríen como si tuviéramos una relación entrañable de toda la vida; vivo conversaciones donde conozco historias tan ajenas como propias; tengo la oportunidad de salir a la calle, de pintarme, cantar, bailar, gritar. Siento la potencia de mi sangre correr con más ímpetu que cualquier otro día del año y no es extraño: es mi alma conectada, como en ningún otro momento, con la de muchos otros seres que comparten mi latir.

Pero todos esos regalos no son presentes como los que se ofrecen en un cumpleaños. Son mucho más: son tesoros que se construyen colectivamente en la lucha cotidiana, manifestaciones de una hermandad que reinventamos todos los días del año y que el ocho de marzo toma forma en las avenidas, en las plazas, en los barrios, en las casas.

Entonces, podrá usted entender que cuando me dice «feliz día«, en realidad me está ofreciendo muy poco.

Recibir flores y bombones es poco cuando lo que les estamos pidiendo es que se detengan a analizar si nuestras relaciones como amigos, como compañeros, como familia o como pareja, son realmente relaciones entre pares. Cuando lo que queremos es que se cuestionen cuántas veces violentaron a una mujer, cuántas veces se quedaron sentados esperando a que les sirvan un plato de comida o cuantas veces por defecto descartaron nuestro punto de vista.

Que nos den asientos y vagones exclusivos en el transporte público como si fuéramos seres indefensos es ridículo, cuando lo que estamos reclamando es que no nos metan la mano por debajo de la falda, que no nos apoyen el pene en la nalga, que no nos hagan sentir terror cuando vemos que se acercan con una mirada lasciva y un paso decidido hasta nuestro asiento porque no sabemos qué es lo que nos pueden llegar a hacer.

Que insistan en el viejo cumplido de que somos «la flor más bella» es absurdo, cuando lo que estamos demandando es que nuestra apariencia personal no sea lo que determine nuestro éxito en la vida. Cuando esperamos que abran los ojos y las mentes para entender que hay diferentes formas de belleza y que existen muchas formas distintas de ser mujer.

Que nos releguen al papel de musas o inspiradoras es una burla, cuando nosotras también somos artistas, escritoras, pintoras, teatreras, directoras, cineastas y estamos ansiosas por ver al mundo narrado también desde nuestro punto de vista.

Que hagan una esquela empresarial de “feliz día de la mujer” es misérrimo, cuando lo que estamos exigiendo son condiciones laborales igualitarias y ambientes laborales donde no seamos acosadas y donde nuestro criterio no sea minimizado solo por el hecho de ser mujeres.

Por eso, cualquier regalo que podamos recibir hoy es una bagatela frente a todo aquello que, por derecho propio, estamos exigiendo.

Una reminiscencia del miedo

Una herencia desafortunada del conflicto colombiano es la idea de que tomar partido significa ser extremista. Liberales, conservadores, guerrilleros, paramilitares y toda una larga tradición de colombianos acudiendo a las armas, parecen motivo suficiente para pensar que todo aquel que defiende una postura política es “radical” o “extremista” y por lo tanto es prudente sospechar de su potencial peligrosidad.

Sin embargo, esta precaución ha estado históricamente dirigida con mayor énfasis hacia la izquierda. Y eso no es gratuito. Uno de los principales promotores de esta idea fue el expresidente Álvaro Uribe, quien durante su gobierno se empeñó en divulgar un mensaje: que las ONG y organismos defensores de Derechos Humanos no eran otra cosa que facciones de grupos guerrilleros, instalando la idea de que también había que cuidarse de cualquier liderazgo que tuviera simpatía con la izquierda o que simplemente defendiera sus derechos. Una costumbre que tanto él como sus seguidores conservan viva hasta hoy.

En los últimos años, gracias al trabajo de líderes que se han empeñado en denunciar las atrocidades de la derecha, un sector de la sociedad colombiana ha comenzado a tomar conciencia de que la violencia en Colombia no proviene exclusivamente de la guerrilla y que inclusive las cifras revelan que, en algunos casos, los paramilitares e incluso el propio ejército, han dejado aún más víctimas.

Gracias a esas nuevas verdades que afloran y se van afianzando en el imaginario colectivo, comienza a crecer un sector de la sociedad que coincide en la convicción de que no se justifica la acción armada para ningún objetivo político, sin importar el color o la bandera. Pero eso no ha sido suficiente para interiorizar el hecho de que ser de izquierda no es sinónimo de ser “radical”, “extremista” o “violento” e incluso se comienza a instalar la peligrosa idea de que “la izquierda es lo mismo que la derecha”.

Es necesario tener en cuenta que eso que llamamos “izquierda colombiana” es un concepto que agrupa un espectro muy amplio de ideologías, unas más moderadas que otras. En este sentido, es clave comprender que el hecho mismo de participar en la democracia en lugar de optar por la vía armada, habla ya de una disposición que se aleja de los “extremos” porque implica jugar el juego de la política de acuerdo con las reglas establecidas.

Por otra parte, también es necesario considerar si las políticas de izquierda parecen extremas porque en realidad lo son, o porque simplemente hemos naturalizado la forma en que gobierna la derecha. Por ejemplo: la propuesta de aumentar los impuestos al latifundio suele ser clasificada a la ligera como un extremo pero  ¿opinaríamos lo mismo sabiendo que esta es una sugerencia del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo?

Es curioso, parece que el único mito que los colombianos tenemos que sacudirnos es el fantasma del “castrochavismo”, pero en realidad también estamos siendo víctimas de otro mito: ese que criminaliza cualquier manifestación de izquierda y que sigue vigente a pesar de las evidencias. Parece un mal recuerdo, un una reminiscencia del miedo, una cicatriz en la memoria emotiva que es comprensible, pero que en este momento puede ser tremendamente dañina.

Es dañina porque desvirtúa el trabajo fundamental de personas como Luz Marina Bernal, madre de uno de los mal llamados Falsos Positivos y nominada al premio Nobel de la paz. Pero además es peligrosa porque se usa para justificar cualquier forma de violencia dirigida hacia la izquierda e incluso para silenciar la muerte de cientos de líderes sociales y comunitarios que han sido asesinados impunemente en todo el país durante los últimos meses.

Las demandas de la izquierda, no son otra cosa que demandas de justicia: restituir tierras a quienes se las han arrebatado históricamente, mejorar un sistema de salud que cobra tantas víctimas como la propia guerra, y  por supuesto, verdad y reparación para las víctimas de la violencia. Y desde siempre ha habido en Colombia líderes que impulsan estos objetivos pacíficamente. Nada de eso es un extremo.

No se trata de compartir o no las ideas de la izquierda, se trata de que la sociedad en pleno comience a aceptarlas como propuestas legítimas dentro de un escenario de respeto, necesario para la paz. A no ser que tengamos tan naturalizada la injusticia y a la desigualdad, que tan solo la idea de la equidad parezca un extremo.