¿Quiénes somos inmigrantes?

Cuando doña Bertha, madre aún primeriza, acudió al consultorio de su médico de cabecera con su hija en brazos, éste la levantó y tras observarla sentenció «disculpe señora, pero yo no atiendo muertos». La niña, con apenas pocos días de nacida, vomitaba todo cuanto comía y su escuálido cuerpo se aferraba débilmente a la vida.

Sin embargo, doña Bertha, en su perseverancia, llegó con su hija a la consulta de un par de médicos más, hasta que dio con el doctor Camacho, dispuesto a hacer lo necesario para salvarle la vida. Le prescribió medicamentos, atenciones especiales en casa y vigiló diariamente la evolución de la criatura hasta que decidió que ya estaba lista para regresar a su pueblo natal.

Mi abuela regresó a casa con mi madre, que aún no contaba más de dos meses de edad, pero durante casi un año continuó subiendo la empinada calle empedrada que llevaba a la central telefónica del pueblo, para rendirle al médico informe de los avances que alcanzaba cada vez.

Hasta el día en que, aprovechando la llamada habitual, él le pidió que la llevara a Bogotá para revisarla por última vez. «Me devuelvo para Argentina», le explicó, porque a pesar de haber nacido en Colombia, había estudiado y se había enamorado en Buenos Aires, donde ahora estaba su hogar, al que precisaba volver.

Hoy, sentada con mi abuela de 88 años a la mesa del comedor, descubro que tengo yo vida gracias a la educación argentina, así le pongo un dramático sentido al hecho de haber tenido siempre nostalgia de un país en el que no nací. Y también entiendo menos eso de que sólo nos pertenece la tierra donde nacemos, que el azar del alumbramiento es el que decide qué es lo que nos merecemos, cuánta educación, alimentación, paz y respeto.

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