Estoy segura de haberle entregado la copia de mi identificación a la funcionaria. Recapitulando: entré, pregunté por la oficina de afiliaciones, me dirigí a ella, le entregué el papel y la vi ponerlo debajo de una pequeña torre que contaría unos diez más. Los minutos se extendieron lentos, más allá del límite de la hora, cuando descubrí que las caras de la concurrencia habían cambiado por completo. Todas las personas que habían llegado antes que yo se habían marchado ya y yo ni siquiera había logrado dar inicio al trámite.
Me acerqué al escritorio, esperando ver mi cara entre las identificaciones más próximas pero, en contradicción con todas mis expectativas, no me pude encontrar. La funcionaria buscó una a una entre todas fotos inexpresivas que yacían sobre su escritorio y no me encontró. Agregó entonces que no recordaba haberme visto siquiera, sugiriendo que tal vez yo me quería pasar de lista, saltándome a todos los demás usuarios en la fila.
Varios años atrás descubrí que entre las potencialidades de la tristeza está el don de la desaparición. Que esa liviandad del alma, más propia de un vacío interior que de un júbilo elevador, suele a veces trascender al cuerpo, haciendo de nuestra imagen una suerte de póster publicitario microperforado de esos que usan los autos en las ventanillas, creando una cierta ilusión de invisibilidad.
También descubrí esa sensación cercana al gozo, que no puede ser gozo sino digamos tranquilidad, de dejarse empujar como empujan las olas del mar a esa esponja igual de perforada que yo. El tren que arrastra mi inercia ocupada sólo de mirar; el vecino de asiento que arrastra una conversación a la que solo respondo ajá, ajá, ajá; el calendario que arrastra cada día que vuelve a ser igual.
Hay en la tristeza cierta poesía, cierta licencia para dejarse llevar. Un relajamiento de todas las fuerzas que sostienen los hombros al cuello y los pies al desenfrenado ritmo del movimiento universal. Hay una cierta delicia en soltar todo y rendirse un momento a mirar, con los ojos enbadurnados de franqueza, el colosal esfuerzo que hacemos todos para precipitarnos al final.