Foto de: Bárbara Boyero
Julián me dijo una obscenidad al oído cuando pasó por mi lado. Me volví rápido, pero él ya se había alejado un par de pasos. No quise reprimir el deseo de golpearlo, pero ya no alcanzaba mi mano, entonces aventuré el pie.
Julián me dijo una palabra obscena cuando pasó por mi lado y cuando intenté darle una patada, sin éxito, se me levantó la falda del uniforme. Tenía doce años y ante el avistamiento de mis muslos elevándose por los aires la profesora de sociales tuvo que intervenir.
Vino a reprenderme con complicidad y cierto aire de picardía, no por el uso de la violencia, sino porque una mujer no puede dar patadas, que pase lo que pase una señorita no pierde la compostura, que a lo sumo un pellizco puede ser la máxima arma de una verdadera dama.
Vino a ponerme en mi lugar. Ese lugar donde impunemente me susurran al oído lo que no pedí, donde viene cualquiera a tomar por derecho propio una intimidad que no ofrecí. A enseñarme que es preferible que sacrifique mi respeto, antes que sacrificar mi compostura.
Ese día recibí un mapa de limitaciones y obligaciones, de lo que le tiene que faltar al hombre para ser hombre y lo que le tiene que faltar a la mujer para ser mujer.
Que al hombre le faltan habilidades emocionales y es mi obligación entender. Que a la mujer le faltan habilidades físicas y es mi obligación aguantar. Que a los doce años él puede jugar a medir sus fuerzas con otro hombre y a probar los límites de una mujer. Pero yo no puedo jugar a nada, porque sólo tengo que aprender a ser linda y me veo muy fea brava.