Pablo, tan dormido como se puede ir sofocado en un bus y con rancheras a todo volumen, voltea hacia mí sin abrir los ojos y, sorprendido, menciona la potencia del que canta en la radio. Es Vicente Fernández, una voz nueva para él, pero cargada de historia para mí.
Las montañas que se desplazan ante mis ojos y esas rancheras en mis oídos me hacen evocar, al punto de sentir que casi son reales, otras compañías, otros buses, otros destinos y otras épocas en las que todavía no me aturdía ante la violencia y misoginia que puede brotar de una canción.
Y a pesar de que mataron a Martina a sus dieciséis cumplidos, negar la presencia de estas canciones en mi vida, sería negarme a mí. Sería equivalente a quemarme la huella digital de un dedo, aunque se trate del dedo meñique. Hacer de cuenta que de la banda sonora de mi vida sólo participaron el rock alternativo y ciertos escogidos cantores hispanos me negaría la memoria dulce de los buses que me trajeron del campo con el cuerpo tibio, la cara colorada y el vaivén de la piscina pegado aún al cuerpo.
Soy también mi música incidental. Y no es incidente, es identidad. Soy también la música que no elegí en la radio, las letras que me avergüenzo de saber, las que colorean mis recuerdos con matices de realidad, las que me hacen más inculta, más de verdad.