Hay un arte engañoso en los fantasmas: se van. Se van a la tienda o a dar una vuelta a la plaza, a veces sólo a la pieza de junto o desaparecen un instante cuando los encandila una luz. Pero vuelven igual.
Hay en los fantasmas un dolor bonito: no se van. No abandonan su lugar de clavo en el zapato, de tic tac en el reloj, de rugir de autos en el balcón. Persisten en ese agobio lento, casi paisaje, pero nunca te dejan en soledad.