Hace tiempo había perdido la costumbre de escribir a mano. Desde que el imperio de los computadores había reemplazado la hoja de renglones por aquellas filas de letras uniformes e impersonales que firmaba para el colegio de los niños y que presentaba en los informes a fin de mes. Por eso no pudo evitar la sensación de extrañeza al sentarse frente al escritorio, luz encendida, lápiz en mano, hoja en blanco.
A pesar de la falta de práctica su letra no había cambiado: la punta de grafito se deslizaba como una patinadora artística en ese compás de letras unidas, equilibradas y muy adornadas con enormes subidas y bajadas. Pensó en su madre, en esas letras tan preciosamente dibujadas que, a base de reglazos en el revés de las tiernas manos, había marcado en el aprendizaje de tantos niños como quien marca el destino en una res.
Pensó en los grafólogos y en el problema que supondría para ellos identificar a un culpable si los dos imputados hicieran parte del grupo de criaturas marcadas por su madre. Si hay quienes dicen que la letra revela la personalidad ¿dónde se habría extraviado la suya?, ¿en qué página exacta de las miles de repeticiones se habrá perdido la curva que delataba sus más profundos deseos?, ¿en qué reglazo se habrán desprendido de sus manos las más ansiosas necesidades?
Entonces se le ocurrió que tal vez había sido justamente el computador quien la había liberado de las pulcras repeticiones, que seguramente había sido el tecleo del chat en el celular el que la había desconectado de los obligados primores y le había devuelto, bajo el cobijo del anonimato, sus más carnales y salvajes intenciones.
Observó la carta pulcra, los renglones exactamente horizontales, las letras iguales, las extensas explicaciones de los vejámenes conyugales y los deseos tan largamente escondidos debajo del colchón de los sueños despiertos.
Entonces la rompió. Y tecleó rápidamente en el computador: «Mamá, me separé. Me voy.»
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Foto de: srgpicker