El disenso es una extremidad que a los colombianos nos ha sido amputada de nacimiento. Esa quinta pata de la duda que nos ha venido naciendo cada vez más atrofiada gracias a nuestro particular instinto de supervivencia, moldeado por la sistemática eliminación de todo aquel que se ha atrevido a criticar.
Por eso es sorprendente que un grupo de gente se haya reunido en el Parque del Poblado de Medellín a charlar y tomar una cerveza como forma de protesta en contra de un Código de Policía que, aparte de limitar las libertades individuales y dotar de un excesivo poder a la institución, censura prácticas ciudadanas que no sólo son inofensivas, sino que además constituyen un importante espacio de socialización y construcción de identidades para los paisas: esa población tan amante de la norma y de la pulcritud, tal vez uno de los pueblos más azotados por la violencia paramilitar, tal vez una de las sociedades que tienen más atrofiado el gen de protestar.
Estas personas se animaron a disentir. Se animaron incluso a quebrantar la norma para tomarse una cerveza donde no se puede, se decantaron osadamente por la protesta pero luego, para borrar con la mano lo que hicieron con el codo, se quejaron de la vigilancia policial de la que fueron objeto, obviando el éxito de la maniobra: llamar la atención de la institución y lograr su participación voluntaria en esa caricatura que ridiculiza más que nunca la consabida prohibición.
Tal vez valga la pena, en este país del disenso amputado, recordarle a los amigos del Parque del Poblado que la naturaleza de una protesta es precisamente esa: molestar. Es más, no estaría de más tener en cuenta que sin presencia oficial no existe protesta por gracia de una ecuación muy simple: no hay contra quién protestar. Sería como jugar al tín tín corre corre en una casa que se sabe vacía, donde no hay una vecina que salga a gritar: ¿qué objeto tendría?
Pero la búsqueda de la inocuidad fue aún más allá: resulta que también defendieron el debate serio que sostenían, filosofía y derecho, decían, eran los temas de la reunión. Es una maravilla que puedan sostenerse semejantes disertaciones en las calles de cualquier ciudad, pero no podemos ignorar que esa defensa resulta, cuanto menos, elitista.
Tal argumento implica que el encuentro era válido porque estaba enfocado en temas serios que benefician a la sociedad y coquetea peligrosamente con el concepto de «los colombianos de bien». Como si la apropiación de las plazas públicas por parte de cualquier ciudadano no fuera ya un bien suficiente, como si hiciera falta ser gente importante hablando de cosas importantes para que nuestra presencia en un lugar público fuera un aporte a la cultura y a la identidad local.
En este momento histórico es urgente que los colombianos descongelemos nuestra capacidad crítica atrofiada y al mismo tiempo imperativo que encontremos formas pacíficas para manifestarnos. Sin embargo, parte del ejercicio implica enseñarle a nuestro ego de gente eternamente feliz y eternamente amable, que a veces también es necesario ser incómodo y que no hace falta ser culto o ser bien estratificado para poderse quejar. De lo contrario, sólo estaremos vistiéndole un disfraz progresista a nuestra clásica moral.
¡Grande!
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