Esa sensación

Existe una sensación a medio camino entre la náusea y las ganas de llorar, una mezcla entre rabia, impotencia, asco y culpa que, me atrevería a decir, todas las mujeres conocemos bien. Es como subir a una montaña rusa y experimentar brevemente un delicioso vértigo en la panza, para inmediatamente descubrir que el control de ese mecanismo no está en nuestras manos y que no sabemos cuándo va a parar.

Esa montaña rusa es nuestra sexualidad. Esa que empezamos a reconocer en el espejo hacia el final de nuestra infancia, un día que nos descubrimos hermosas por la magia de un brillo labial, un vestido de flores, un esmalte de uñas o cualquier otra pequeñez que nos hace experimentar la potencia de nuestra identidad y el calor en las mejillas nos hace sospechar que probablemente otra persona también la pueda sentir.

Pero entonces aparece esa sensación. Tal vez a los 11 años cuando un vecino mayor se ofrece a levantarnos cuando hemos caído en los patines y aprovecha la ocasión para restregar nuestro cuerpo infantil contra el suyo; tal vez a los 10 cuando vamos a hacer un mandado con nuestro vestidito nuevo y encontramos en los ojos del tendero la mirada que nos desnuda por primera vez. O tal vez antes.

Pero esa sensación nunca se va. Cada vez que un compañero nos aferra por detrás con su tufo alcohólico para informarnos lo sabrosa que tenemos la cola; siempre que cruzamos la calle para evitar que el desconocido que orina en una esquina nos muestre el pene o cuando que el taxista empieza a contarnos que él sí sabe cómo atender a una mujer, esa sensación regresa con el asco por lo que no deseamos, la culpa porque creemos haberlo ocasionado y el miedo, porque no sabemos hasta dónde va a llegar.

Y la impotencia, porque nuestra propia sexualidad no nos pertenece. Nosotras deberíamos poder decidir todo sobre  nuestro cuerpo: cómo lo vestimos, quién se acerca, quién nos habla de sexo, quién lo toca, cómo lo toca, quién lo desnuda, quién observa nuestra desnudez. Pero no es así: en la realidad esas decisiones están libradas a la voluntad de cualquiera, literalmente cualquiera, que quiera acercarse en la calle a contarnos qué haría con nuestra vagina o qué le gustaría que le hiciéramos a él, como mínimo.

Pero cuando nos quejamos por ese poder que debería ser sólo nuestro y que nos han arrebatado, hombres y mujeres nos llaman exageradas y comienzan a preguntar por los límites ¿cuándo es acoso y cuándo no?, ¿cuándo es exageración y cuándo no? Esperan que les dibujen un límite claro para enseñárselo a los niños en las escuelas, para escribir leyes, para tallarlo en piedra y usarlo para juzgar a los demás. Pero eso no es posible y no va a ser posible nunca, porque la única diferencia entre un hombre que inspira esa sensación y un hombre que inspira deseo es única y exclusivamente el deseo.

Si ese concepto le parece caprichoso, pregúntese por qué piensa que una mujer no puede elegir quién quiere que le hable de sexo, quién quiere que le toque la cola o qué cuerpo es el que desea ver desnudo.

Pero si en cambio usted entiende que nosotras debemos tener el derecho de elegir cómo vivir nuestra sexualidad para experimentar sólo el vértigo que deseamos y pararlo cuando queramos, le aviso que la única forma de acercarse respetuosamente es observarnos, tantearnos y cautelosamente dar pasos. Es fácil darse cuenta cuándo una persona está incomoda, basta con querer notarlo.

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