Una herencia desafortunada del conflicto colombiano es la idea de que tomar partido significa ser extremista. Liberales, conservadores, guerrilleros, paramilitares y toda una larga tradición de colombianos acudiendo a las armas, parecen motivo suficiente para pensar que todo aquel que defiende una postura política es “radical” o “extremista” y por lo tanto es prudente sospechar de su potencial peligrosidad.
Sin embargo, esta precaución ha estado históricamente dirigida con mayor énfasis hacia la izquierda. Y eso no es gratuito. Uno de los principales promotores de esta idea fue el expresidente Álvaro Uribe, quien durante su gobierno se empeñó en divulgar un mensaje: que las ONG y organismos defensores de Derechos Humanos no eran otra cosa que facciones de grupos guerrilleros, instalando la idea de que también había que cuidarse de cualquier liderazgo que tuviera simpatía con la izquierda o que simplemente defendiera sus derechos. Una costumbre que tanto él como sus seguidores conservan viva hasta hoy.
En los últimos años, gracias al trabajo de líderes que se han empeñado en denunciar las atrocidades de la derecha, un sector de la sociedad colombiana ha comenzado a tomar conciencia de que la violencia en Colombia no proviene exclusivamente de la guerrilla y que inclusive las cifras revelan que, en algunos casos, los paramilitares e incluso el propio ejército, han dejado aún más víctimas.
Gracias a esas nuevas verdades que afloran y se van afianzando en el imaginario colectivo, comienza a crecer un sector de la sociedad que coincide en la convicción de que no se justifica la acción armada para ningún objetivo político, sin importar el color o la bandera. Pero eso no ha sido suficiente para interiorizar el hecho de que ser de izquierda no es sinónimo de ser “radical”, “extremista” o “violento” e incluso se comienza a instalar la peligrosa idea de que “la izquierda es lo mismo que la derecha”.
Es necesario tener en cuenta que eso que llamamos “izquierda colombiana” es un concepto que agrupa un espectro muy amplio de ideologías, unas más moderadas que otras. En este sentido, es clave comprender que el hecho mismo de participar en la democracia en lugar de optar por la vía armada, habla ya de una disposición que se aleja de los “extremos” porque implica jugar el juego de la política de acuerdo con las reglas establecidas.
Por otra parte, también es necesario considerar si las políticas de izquierda parecen extremas porque en realidad lo son, o porque simplemente hemos naturalizado la forma en que gobierna la derecha. Por ejemplo: la propuesta de aumentar los impuestos al latifundio suele ser clasificada a la ligera como un extremo pero ¿opinaríamos lo mismo sabiendo que esta es una sugerencia del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo?
Es curioso, parece que el único mito que los colombianos tenemos que sacudirnos es el fantasma del “castrochavismo”, pero en realidad también estamos siendo víctimas de otro mito: ese que criminaliza cualquier manifestación de izquierda y que sigue vigente a pesar de las evidencias. Parece un mal recuerdo, un una reminiscencia del miedo, una cicatriz en la memoria emotiva que es comprensible, pero que en este momento puede ser tremendamente dañina.
Es dañina porque desvirtúa el trabajo fundamental de personas como Luz Marina Bernal, madre de uno de los mal llamados Falsos Positivos y nominada al premio Nobel de la paz. Pero además es peligrosa porque se usa para justificar cualquier forma de violencia dirigida hacia la izquierda e incluso para silenciar la muerte de cientos de líderes sociales y comunitarios que han sido asesinados impunemente en todo el país durante los últimos meses.
Las demandas de la izquierda, no son otra cosa que demandas de justicia: restituir tierras a quienes se las han arrebatado históricamente, mejorar un sistema de salud que cobra tantas víctimas como la propia guerra, y por supuesto, verdad y reparación para las víctimas de la violencia. Y desde siempre ha habido en Colombia líderes que impulsan estos objetivos pacíficamente. Nada de eso es un extremo.
No se trata de compartir o no las ideas de la izquierda, se trata de que la sociedad en pleno comience a aceptarlas como propuestas legítimas dentro de un escenario de respeto, necesario para la paz. A no ser que tengamos tan naturalizada la injusticia y a la desigualdad, que tan solo la idea de la equidad parezca un extremo.