Nunca me ha gustado que intenten conquistarme, que quieran levantarme, que me echen los perros, y eso siempre me costó muchas burlas entre mi gente cercana. Mis amigas e incluso mi madre se reían y me preguntaban cómo diablos planeaba establecer una relación cuando sentía rechazo automático ante cualquier tipo de iniciativa masculina.
Cuando tenía 7 años, Álvaro me ponía dentro de la lonchera flores que había recolectado camino a la escuela, y yo me defendía a golpes de lo que sólo podía sentir como una invasión. Cuando tenía 9, Gustavo me mandó «saludes» con una amiga y lloré de furiosa indignación ante una profesora que pasó rápidamente de la preocupación a la burla.
Cuando tenía 13, José Luis me mandó, a través de una amiga en común, un ganchito de gaseosa enlatada que recibí como un gesto tierno, hasta que me enteré que solo por el hecho de haberla recibido estaba ya comprometida a darle un beso. A los 14, Diego se apareció por sorpresa en la puerta de mi casa con un regalo y me declaró su amor incondicional frente a todo el curso.
A los 15, Jaime me hizo cerrar los ojos en un pasillo oscuro para darme un “regalo misterioso”. A los 16, Martín se apareció en la puerta de la universidad donde presenté el examen del ICFES para llevarme a comer helado, dirección que vaya a saber dónde consiguió. A los 17, el mismo Diego volvió al ataque, abalanzando su enorme cuerpo borracho contra el mío y apretándome entre sus brazos mientras me acercaba su rostro buscando seguramente un beso.
Todos aquellos representantes del género masculino que me crucé en diferentes edades y etapas de mi vida, compartían, además de un explícito interés en mi persona, una cosa en común: ninguno de ellos recibió de mi parte, ninguna muestra de interés o de aceptación, más allá de la amabilidad que merecían por el solo hecho de existir. Sin embargo, pude notar como sus avances se habían vuelto más invasivos y más violentos en un lapso de solo 10 años.
La delgada línea entre la coquetería y el acoso que continuamente se desdibuja y que últimamente estamos tan interesados en definir, queda aún menos clara cuando estamos ante historias de niños o jóvenes que, de forma aparentemente inofensiva, sólo estaban encontrando la forma de acercarse por primera vez a una mujer.
Por aquellos años, andaba yo fijándome en los prospectos más tímidos que pudiera encontrar en medio de la fauna escolar y universitaria. Si había un tipo callado y misterioso sentado en el fondo de cualquier aula, yo tenía el radar para detectarlo e indefectiblemente rellenar sus silencios con las virtudes más diversas que se pueden imaginar en un hombre, construyendo sistemáticamente legendarios amores platónicos que todavía atesoro con cariño en mis recuerdos.
Obviamente, mi sofisticado pero inconsciente mecanismo de defensa, me mantuvo a salvo por muchos años de cualquier forma de relación patológica o, para decirlo de forma clara: de cualquier tipo de relación.
Solo con el paso de los años pude comprender que la única función de esa barrera era protegerme de la llegada de cualquier conquistador. Entendí que desde siempre, sin importar la belleza de los gestos, encontraba en ellos una invasión premeditada y alevosa de mi espacio, mi privacidad, mi identidad, mi pudor en deconstrucción, una negación del derecho a ejercer mi propia voluntad.
Los acercamientos masculinos me arrastraban hacia situaciones de acorralamiento que no había buscado y de las que no había una salida digna posible. De un lado, la pared: el hombre que reclama manifestaciones de afecto como por derecho propio, y del otro, la espada: la sociedad que siempre, siempre te juzga por ser la descorazonada que no valora, que no se fija, que sólo se interesa en los hombres “malos”. Perdón, pero a mí ya me parece bastante malo que se aparezcan por sorpresa, que se me tiren encima, que quieran besarme por la fuerza.
Recién construyendo esta retrospectiva de mi propia vida, noto cómo esas manifestaciones van apareciendo en los hombres desde tan tierna edad. Con intenciones nobles, no lo dudo, comienzan a poner en práctica ese derecho que la sociedad les otorga: el de aparecerse dondequiera que estemos, el de decidir que pasaremos con ellos la tarde de nuestro cumpleaños porque la compraron con flores, el de tomar un beso por la fuerza. El derecho de entrar a nuestro mundo y reclamar posesión sobre nosotras.
Pero entonces un día, aparece un tipo, uno de los tímidos, o quizá no tan tímido, que se queda siempre a charlar después de clase, hasta que la relación decanta en algo más. O uno que llama con una excusa suficientemente tonta para parecer excusa, que también espera a que yo le llame, y entonces vuelve a llamar. O uno que aparece en una fiesta, en internet o en un bar para enseñarme la naturaleza irreversible que tienen algunas charlas.
Y entonces resulta que no, que no era imposible relacionarme sin los artificios de la conquista. Que en el universo maravilloso y diverso de las emociones humanas, existen hombres que saben entrar respetuosamente en nuestras vidas, sin invasiones y comprendiendo los ritmos de relaciones que pueden durar años, días o sólo un par de horas de charla en un bar. Hombres que no ofrecen nada a cambio de tu cuerpo o de tu amor, porque pueden darse cuenta de que no es una posesión.
Se supone que debe preocuparnos la mojigatería, que condenar este tipo de acercamientos masculinos va a dejarnos sin la magia de la coquetería, que las feministas queremos robarle al mundo el sexo. Pareciera que para relacionarse con nosotras fuera necesario tener que invadirnos, conquistarnos como exploradores valerosos que toman posesión de una tierra sin dueño.
Pero nosotras no somos tierras sin dueño: somos cuerpos y almas con título de propiedad a nuestro propio nombre.
Hace solo unos siglos, las invasiones eran episodios corrientes donde, con legitimidad, un pueblo se imponía sobre otro y se aceptaban como naturales actos de violencia que hoy nos parecen aberrantes. Eso era conquistar. Pero así como una vez soñamos la soberanía de los pueblos y la libertad de los seres humanos que todavía hoy luchamos, tenemos que aspirar ahora a construir la soberanía y la igualdad de las mujeres.
No nos equivoquemos, con ella no vamos a perder la coquetería. En cambio sí, eliminaremos el ejercicio patológico del poder, el cuidado como transacción, el sexo como herramienta de manipulación y el amor como posesión, para reemplazarlos por nuevos placeres como la dicha de la coincidencia, la sorpresa mutua, la seducción natural y la vulnerabilidad de arriesgar: la magia única de la reciprocidad.