A mano

Hace tiempo había perdido la costumbre de escribir a mano. Desde que el imperio de los computadores había reemplazado la hoja de renglones por aquellas filas de letras uniformes e impersonales que firmaba para el colegio de los niños y que presentaba en los informes a fin de mes. Por eso no pudo evitar la sensación de extrañeza al sentarse frente al escritorio, luz encendida, lápiz en mano, hoja en blanco.

A pesar de la falta de práctica su letra no había cambiado: la punta de grafito se deslizaba como una patinadora artística en ese compás de letras unidas, equilibradas y muy adornadas con enormes subidas y bajadas. Pensó en su madre, en esas letras tan preciosamente dibujadas que, a base de reglazos en el revés de las tiernas manos,  había marcado en el aprendizaje de tantos niños como quien marca el destino en una res.

Pensó en los grafólogos y en el problema que supondría para ellos identificar a un culpable si los dos imputados hicieran parte del grupo de criaturas marcadas por su madre. Si hay quienes dicen que la letra revela la personalidad ¿dónde se habría extraviado la suya?, ¿en qué página exacta de las miles de repeticiones se habrá perdido la curva que delataba sus más profundos deseos?, ¿en qué reglazo se habrán desprendido de sus manos las más ansiosas necesidades?

Entonces se le ocurrió que tal vez había sido justamente el computador quien la había liberado de las pulcras repeticiones, que seguramente había sido el tecleo del chat en el celular el que la había desconectado de los obligados primores y le había devuelto, bajo el cobijo del anonimato, sus más carnales y salvajes intenciones.

Observó la carta pulcra, los renglones exactamente horizontales, las letras iguales, las extensas explicaciones de los vejámenes conyugales y los deseos tan largamente escondidos debajo del colchón de los sueños despiertos.

Entonces la rompió. Y tecleó rápidamente en el computador: «Mamá, me separé. Me voy.»

#The100DayProject #Day28

Foto de: srgpicker

¿Ajusticiar?

Tanta gente dispuesta a sacrificarse por el mundo: la horca, el pelotón de fusilamiento, la silla eléctrica, el gas letal o la inyección, la cadena perpetua, los paramilitares, los disparos legales. Jueces, policías, militares, científicos, periodistas y civiles opinadores, dispuestos a ser verdugos de buen corazón.

El sacerdote que le da al condenado la última oportunidad de hablar. ¿Qué habrán dicho los condenados en la primera oportunidad? Antes de la primera golpiza, frente al escritorio del director, ante la ventanilla del banco o frente al televisor. ¿Habrán enmudecido en su grito de justicia? De la justicia cotidiana de la comida, de ponerle nombre a las emociones y entender el dolor, del subestimado derecho a tener una vocación, de la justicia barata de los más simples gestos del amor.

Lo demás es historia. Se suman las desventuras y las desgracias, la gente que se fue al monte buscando lo que no ha tenido, los muertos que se suceden uno tras otro, los pobres y los desesperados, los que crecen alimentando su propia bola de odio, los que vieron en su vida menos libros que balas. Y después de todo eso la justicia se reduce a un tiro de gracia.

¿Cuál es el límite de la lealtad?

Hay gente que se casa, que elige por compañía a un ser humano aunque no entienda por qué se gasta toda la plata en libros, por qué no le cobra los préstamos a los hermanos, por qué le hace fuerza al Barcelona antes que a un equipo local o por qué come pizza con piña. Y lo critica, pero puede ser leal.

También hay gente que conforma sociedades y conserva amistades por décadas con otra gente, aunque no pueda entender por qué bautizan a sus hijos, por qué se abstuvieron en las elecciones, por qué sacan créditos en Flamingo o por qué le compran acciones a Ecopetrol. Y se opone, pero puede ser leal.

Gente que puede criticar a la pareja porque se dejó tumbar una plata sin sentir que está traicionándola, pero no puede criticar su gobierno de derecha sin sentir que se vuelve peligrosamente socialista. Que puede emplear todas sus fuerzas en evitar que un amigo invierta mal una plata, pero se siente impedida para oponerse a un acto corrupto, ridículo o injusto del gobierno que eligió.

Gente que conoce el límite de la lealtad para las personas de confianza, pero tiene lealtad ciega para otros que no ha conocido ni conocerá.

Foto de: Antonio Esponda

#The100DaysProject #Day25

¿Qué hay del otro lado?

Gente prisionera, viendo cada tarde la misma puesta de sol, armando su postal del mundo a través de una mínima fracción, uniforme y descolorida, como el mosaico del suelo de un viejo salón.

Del otro lado del cerco un nítido paisaje se extiende hasta un horizonte que la vista no alcanza a cubrir: el ridículo imposible, el caos incomprensible en el que caen todas las tentaciones al fin.

La promesa del deseo pero también del miedo, de lo diverso, de lo incierto, de la ausencia de las normas que le aseguran siempre qué es lo que va a ocurrir.

Gente que nace encerrada, que odia la reja pero reconoce en la reja toda ley y toda tranquilidad  ¿quién le asegura que tras la reja no hay otra prisión igual?

¿Para qué quedarse adentro?

En el afuera me espera la complicidad del árbol que se hace sombra de noche y en el día hace figuritas en el suelo con los rayos del sol. La ropa extendida en los balcones, las revelaciones inesperadas que regalan los extraños y la gente que se besa en la calle sin pudor.

En el adentro me espera la comodidad, el celular para ver a la gente y el televisor que me quiere enseñar a pensar.

Están en el afuera las opiniones que se atropellan en la puerta de mis oídos, el caos que se amontona, capa sobre capa, en los rayones de colores de los niños que nunca aprendieron a amar las paredes blancas y la gente adulta que nunca aprendió a quedarse callada.

Está en el adentro la protección, la seguridad de que no me va a pasar nada. Nada de nada.

Foto de: Chema Mínguez

¿Sí o no?

A veces la duda es sólo un trámite, un rodeo en el que ganamos tiempo para meditar las posibles técnicas para lanzarse al vacío, para romper todo, para intentar empezar.

Sólo un simulacro de la prudencia, una ilusión de la responsabilidad, un atenuante de la alevosía, una torpe forma de disimular el calor de la sangre que nos lleva inevitablemente hasta el final.

¿Por qué no te vas?

Hay un arte engañoso en los fantasmas: se van. Se van a la tienda o a dar una vuelta a la plaza, a veces sólo a la pieza de junto o desaparecen un instante cuando los encandila una luz. Pero vuelven igual.

Hay en los fantasmas un dolor bonito: no se van. No abandonan su lugar de clavo en el zapato, de tic tac en el reloj, de rugir de autos en el balcón. Persisten en ese agobio lento, casi paisaje, pero nunca te dejan en soledad.

¿Se puede escribir de día?

Se puede escribir de día, besar de día, bailar de día. Se puede, bajo la luz que todo lo desnuda a la obviedad, que aclara la diferencia arbitraria entre realidad y ficción.  De día, con la música incidental de los niños que juegan y los autos que pasan, con la certeza de que del otro lado del fino límite de la ventana, sigue avanzando la realidad.