¿Se puede morir solo un poco?

Morir un poco, un poquito nomás, tirando de un solo manotazo todos los papeles que se llenan de polvo y los ridículos objetos que ocupan tan estorbosamente la superficie de la vida.

Lanzarse al abismo del fracaso, dejar de intentar, soltarse de la cuerda de los simulacros y estrellarse pesadamente contra la pobreza de lo que se es.

Asomarse, beberse, ahogarse en el reflejo de la pérfida belleza que adorna nuestra desnudez, ya despojados del deber ser.

Negar la música?

Pablo, tan dormido como se puede ir sofocado en un bus y con rancheras a todo volumen, voltea hacia mí sin abrir los ojos y, sorprendido, menciona la potencia del que canta en la radio. Es Vicente Fernández, una voz nueva para él, pero cargada de historia para mí. 

Las montañas que se desplazan ante mis ojos y esas rancheras en mis oídos me hacen evocar, al punto de sentir que casi son reales, otras compañías, otros buses, otros destinos y otras épocas en las que todavía no me aturdía ante la violencia y misoginia que puede brotar de una canción.

Y a pesar de que mataron a Martina a sus dieciséis cumplidos, negar la presencia de estas canciones en mi vida, sería negarme a mí. Sería equivalente a quemarme la huella digital de un dedo, aunque se trate del dedo meñique. Hacer de cuenta que de la banda sonora de mi vida sólo participaron el rock alternativo y ciertos escogidos cantores hispanos me negaría la memoria dulce de los buses que me trajeron del campo con el cuerpo tibio, la cara colorada y el vaivén de la piscina pegado aún al cuerpo.

Soy también mi música incidental. Y no es incidente, es identidad. Soy también la música que no elegí en la radio, las letras que me avergüenzo de saber, las que colorean mis recuerdos con matices de realidad, las que me hacen más inculta, más de verdad.

Libertad?

Hay cárceles de puertas abiertas, de paredes blancas, de algodón de azúcar.  Hay horizontes de lucecitas y papelitos de colores que disuaden dulcemente de escapar.

Hay un cardumen de peces de mar apretándose en una bolsita como la caricatura de un pez recién comprado.

Hay respuestas fáciles a preguntas difíciles y una cajita con pocos colores que no alcanza a pintar los matices del mundo real.

Hay niños que pintan su mundo con colores primarios, porque alguien dijo que es peligroso combinar. Hay quien cree que ya es mucho tener tres colores, que eso ya es libertad.

¿Me veo muy fea brava?

Foto de: Bárbara Boyero

Julián me dijo una obscenidad al oído cuando pasó por mi lado. Me volví rápido, pero él ya se había alejado un par de pasos. No quise reprimir el deseo de golpearlo, pero ya no alcanzaba mi mano, entonces aventuré el pie.

Julián me dijo una palabra obscena cuando pasó por mi lado y cuando intenté darle una patada, sin éxito, se me levantó la falda del uniforme. Tenía doce años y ante el avistamiento de mis muslos elevándose por los aires la profesora de sociales tuvo que intervenir.

Vino a reprenderme con complicidad y cierto aire de picardía, no por el uso de la violencia, sino porque una mujer no puede dar patadas, que pase lo que pase una señorita no pierde la compostura, que a lo sumo un pellizco puede ser la máxima arma de una verdadera dama.

Vino a ponerme en mi lugar. Ese lugar donde impunemente me susurran al oído lo que no pedí, donde viene cualquiera a tomar por derecho propio una intimidad que no ofrecí. A enseñarme que es preferible que sacrifique mi respeto, antes que sacrificar mi compostura.

Ese día recibí un mapa de limitaciones y obligaciones, de lo que le tiene que faltar al hombre para ser hombre y lo que le tiene que faltar a la mujer para ser mujer.

Que al hombre le faltan habilidades emocionales y es mi obligación entender. Que a la mujer le faltan habilidades físicas y es mi obligación aguantar. Que a los doce años él puede jugar a medir sus fuerzas con otro hombre y a probar los límites de una mujer. Pero yo no puedo jugar a nada, porque sólo tengo que aprender a ser linda y me veo muy fea brava.

¿Elogio a la tristeza?

Estoy segura de haberle entregado la copia de mi identificación a la funcionaria. Recapitulando: entré, pregunté por la oficina de afiliaciones, me dirigí a ella, le entregué el papel y la vi ponerlo debajo de una pequeña torre que contaría unos diez más. Los minutos se extendieron lentos, más allá del límite de la hora, cuando descubrí que las caras de la concurrencia habían cambiado por completo. Todas las personas que habían llegado antes que yo se habían marchado ya y yo ni siquiera había logrado dar inicio al trámite.

Me acerqué al escritorio, esperando ver mi cara entre las identificaciones más próximas pero, en contradicción con todas mis expectativas, no me pude encontrar. La funcionaria buscó una a una entre todas fotos inexpresivas que yacían sobre su escritorio y no me encontró. Agregó entonces que no recordaba haberme visto siquiera, sugiriendo que tal vez yo me quería pasar de lista, saltándome a todos los demás usuarios en la fila.

Varios años atrás descubrí que entre las potencialidades de la tristeza está el don de la desaparición. Que esa liviandad del alma, más propia de un vacío interior que de un júbilo elevador, suele a veces trascender al cuerpo, haciendo de nuestra imagen una suerte de póster publicitario microperforado de esos que usan los autos en las ventanillas, creando una cierta ilusión de invisibilidad.

También descubrí esa sensación cercana al gozo, que no puede ser gozo sino digamos tranquilidad, de dejarse empujar como empujan las olas del mar a esa esponja igual de perforada que yo. El tren que arrastra mi inercia ocupada sólo de mirar; el vecino de asiento que arrastra una conversación a la que solo respondo ajá, ajá, ajá; el calendario que arrastra cada día que vuelve a ser igual.

Hay en la tristeza cierta poesía, cierta licencia para dejarse llevar. Un relajamiento de todas las fuerzas que sostienen los hombros al cuello y los pies al desenfrenado ritmo del movimiento universal. Hay una cierta delicia en soltar todo y rendirse un momento a mirar, con los ojos enbadurnados de franqueza, el colosal esfuerzo que hacemos todos para precipitarnos al final.

¿Delincuentes?

El Transmilenio atestado se abre paso por la Caracas, esa calle de abandonada humanidad que desde siempre me enseñaron a temer. En la estación de la Calle 19 los pasajeros que entran me empujan hacia adelante con sus cuerpos, creando esa cercanía que ya es más habitual en los buses rojos que en la mayoría de relaciones humanas.

Gracias a este ámbito de intimidad, descubro que las dos personas que me empujan por detrás, son un hombre y una mujer que componen una pareja. Ella le pregunta a su amor sobre las cosas que trae en la mochila y él, con sorna, le responde que lleva el gas pimienta y un revólver.

Ella, manteniendo ese tono de Stand Up bogotano, a medio camino entre la sátira y la queja permanente, le responde que con el nuevo Código de Policía quedó prohibido el gas pimienta. «Pues a mí no me interesa – le replica el caballero ahora con seriedad – yo lo voy a seguir cargando».

«Se arriendan piezas a $5.000, $8.000 y $10.000» anuncia un cartel impreso con letras grandes, en la fachada de una casa gris, de puro polvorienta, que deja entrever un largo pasillo a través de una puerta lateral. «Ambiente familiar» se puede leer, como si fuera otra sátira bogotana. Pero ésta no lo es, en esas piezas viven familias enteras.

Toda norma tiene vacíos – continúa el hombre a mi espalda – en el código se prohíbe el gas pimienta, pero yo puedo argumentar que el mío es de otro tipo. Es más – agrega con la voz que tendrían los pavos reales si pudieran hablar  – existen gases de control de esfínteres… – ¿ah sí?, pregunta su compañera, interesada en la cola de plumas que acaba de extenderse frente a ella – sí, hacen que el delincuente se orine en los pantalones.

Desciendo en la estación de la Calle 26, sin lamentar demasiado perderme la lección de ¿defensa personal?, ¿justicia por mano propia?, ¿alevosa anulación de la dignidad? Ya en la calle dirijo mi mirada hacia los cerros, cuya visibilidad constituye un inmejorable indicador del clima, y gracias a una inusualmente despejada tarde bogotana me encuentro a lo lejos, por primera vez en vivo y en directo, el mural del beso del Bronx.

Diana y Hernán

Diana y Hernán se besan a la intemperie, en el suelo, en harapos, en la calle que es su casa. En los bares y los diarios se escucha la poesía lastimera de aquellos que se sorprenden de que la gente sin dientes también pueda besar, la broma edulcorada que con disimulo se burla del atuendo, del regalo, de los cuidados.

Se conmueven, como si apenas descubrieran que la gente que vive en la calle también tiene alma, como cuando descubrieron que los negros tenían alma, que los indios tenían alma, que eran casi humanos. Quién iba a pensar.

Resulta más fácil conmoverse, apiadarse, lamentarse, disimuladamente burlarse, antes que admitir que cuando hablamos de «ellos» estamos hablando de «nosotros», de nuestras propias miserias, de todas aquellas tristezas más grandes o más pequeñas que logramos ignorar cada vez que cerramos los ojos y besamos.

23/03/2016

¿Quieres tobogarte?

«Para poder tobogarse hay que subirse a la escalera del tobogán, por eso es que los toboganes necesitan escalera», va diciendo Isabella mientras dibuja una temblorosa línea en una servilleta que le sirve de escalera a un tobogán, tan tembloroso que de lanzarse uno, bajaría dando rítmicos saltitos hasta llegar al suelo con los dientes rotos.

No hace falta tener más de tres años para entender que para acceder al vértigo hace falta una escalera, aunque sea deforme, aunque sea temblorosa, pero que sea siempre muy nuestra. Que para caer en los deliciosos abismos de la emoción y probar los súbitos temblores, hace falta al menos empezar por abrir la puerta.