Sosteniendo el pequeño espejo con una mano y con el pañuelo de papel, manchado de polvo trigueño, todavía apretado en la otra, levantó su mirada hacia mí y con esa ligereza propia de los irreflexivos actos cotidianos se permitió decir: «esto es lo que menos me gusta de ser mujer». Como quien se queja de la inevitable lluvia que moja o del viento que despeina cabezas al pasar.
¿Así de inevitable es pintarse a la mañana y despintarse a la noche, arrancarse con saña los vellos de cada ricón, meterse una pelota de algodón entre las piernas y bañarse en crema antes que cualquier arruga se atreva a aparecer?
Si nuestras acciones naturales son a menudo tan artificiales, ¿no vale la pena volver a preguntarse que significa ser mujer?, ¿no hemos ganado aún el derecho de decidir cuáles son los gestos que traemos en el vientre y cuáles fueron los que otros nos tatuaron en la piel?
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